El padre Canal era un cura
chapado a la antigua, parecía recién salido de una película española de los
años 50. Devoto, serio y estricto, apestaba a franquismo por los cuatro
costados. Nos juraba venganza a sus alumnos, cuando según él nos habíamos
pasado de la raya, besando una cruz imaginaria que formaba con los dedos índice
y pulgar de su mano derecha. “Por ésta que os la devolveré”, afirmaba con gesto
colérico. A mí los curas me procuraban en general bastante respeto, por no
decir que me cagaba de miedo con sus amenazas. Estaba por tanto bien educado en
el “temor a Dios”. Puedo afirmar que la gran mayoría de los clérigos que conocí
eran malvados, en toda la amplitud del término. Alguno bueno conocí durante 12
años de colegio católico, claro que sí, pero la crueldad de los ruines
eclipsaba la bondad de la minoría.
25 años después aún recuerdo al
padre Canal contar, como un héroe explicando sus heridas de guerra, que había
estado en el bombardeo de Gernika -curiosamente obviando quién bombardeaba-. Le
recuerdo contando el salvajismo de la guerra y las miserias de la postguerra.
Recuerdo también que el primer día de clase nos presentó una larga y vieja
regla de madera con la que impartiría los castigos físicos. A esa regla, con el
peculiar humor cínico que le caracterizaba, la había bautizado con un nombre
propio de mujer.