miércoles, 27 de enero de 2016

El milagro de la casa de Brandeburgo


Hubo una primera guerra mundial antes de la Primera Guerra Mundial. Ya se sabe que los nombres de las guerras los marcan generalmente los bandos -principalmente, y como es lógico, los vencedores-, la duración y la Historia. La Primera Guerra Mundial no fue primera hasta que no hubo una segunda; mientras tanto fue conocida como la Gran Guerra, “la guerra que acabaría con todas las guerras”. En la elección del nombre de la guerra global que le siguió se fue menos ambicioso, dejando abierta la posibilidad de una tercera, o las que surjan.

En 1756 estalló un conflicto bélico entre las grandes potencias del momento (Gran Bretaña, Reino de Prusia y aliados vs Reinos de Francia, Austria, Rusia y aliados) que se libró en varios continentes (Europa, Asia y América) simultáneamente. Esta fue la Guerra de los Siete Años y es por estas dos razones, ubicuidad e importancia de los contendientes, por lo que muchos historiadores la consideran de facto la primera guerra mundial.


Sin entrar en más detalles sobre los motivos y el desarrollo del conflicto, me voy justo al final para hacer referencia al famoso “milagro de la Casa de Brandeburgo”. En 1762, Federico II el Grande, uno de los mayores genios militares de la Historia, que había dirigido el mejor y más moderno ejército de Europa, esperaba exhausto el final de una guerra que duraba ya más de seis años y había diezmado sus tropas. Todo apuntaba a una derrota inminente, la invasión de las tropas austro-rusas y la desaparición práctica del Reino de Prusia, origen de la actual Alemania. El monarca barajaba incluso el suicidio cuando aconteció uno de los giros de guion más increíbles de la Historia: el fallecimiento de la zarina Isabel I elevó al trono a Pedro III de Rusia, admirador confeso de Federico, quien inmediatamente ordenó la retirada de las tropas rusas y la devolución a Prusia de los territorios conquistados. En consecuencia Austria se quedó sola en el frente del este y firmó la paz con Prusia, al igual que haría poco después Francia frente a un ejército prusiano reforzado y centrado ya solo en el frente occidental. Federico II sumó así, gracias a un tremendo golpe de suerte, otra gloria a su amplío palmarés castrense.


Este suceso, más famoso en Alemania que aquí por motivos obvios, fue utilizado por el Tercer Reich en su debacle final, estando ya las tropas soviéticas en las puertas de Berlín, para intentar levantar la moral a sus tropas y ciudadanos, haciéndoles creer -o pretendiéndolo, mejor dicho- en un milagro que daría un vuelco a la suerte aria en el último momento.


Hay algo en esta historia que me recuerda a nuestro actual presidente en funciones. Quizá sea su reconocida admiración por el mundo germánico, o su atrincheramiento en el búnker de la Moncloa en momentos decisivos, mientras caen bombas en forma de imputaciones y escándalos a su alrededor. O tal vez sea su obcecada confianza en que las cosas se resolverán solas, como por arte de magia, si no les prestamos mayor atención. Y hasta ahora, por discutible que sea esta estrategia, hay que reconocer que le ha aportado buenos resultados -a nivel personal, se entiende-.  “Su majestad el azar hace los tres cuartos de la tarea”, afirmaba Federico II. Pero la suerte se acaba y todo apunta a que, acorralado por la corrupción pero sobre todo por las Matemáticas -contando con escaños suficientes la corrupción no supondría ningún problema-, a Mariano Rajoy se le agota el tiempo en su palacio de invierno. Es más que probable que se convierta en el primer presidente de la democracia que no consigue repetir cargo, a no ser que ocurra un milagro de dimensiones prusianas... Wer weiß! (*Quién sabe).