lunes, 27 de febrero de 2017

Frío



Cada vez que vamos a ver a mi madre en invierno mi hijo dice que “la casa de la yaya está construida dentro de un cubito de hielo”. A mí personalmente me hace gracia, en parte porque he sufrido exactamente ese mismo frío en mis huesos durante más de veinte años, y en parte por ese rasgo tan valenciano que es reírse de la desgracia propia que, al fin y al cabo, no tiene remedio. Y no lo tiene porque esa vivienda es antigua, con ventanas y puertas que dejan escapar el calor y paredes del grosor de un papel de fumar. Habría que meterse en una reforma que como mínimo ascendería a cuatro o cinco mil euros, una cifra inalcanzable para una viuda pensionista, y a la que yo hoy en día podría aportar bien poco. Así que, con resignación abrigaré más mi hijo cuando, con su característica inocencia, afirme que detrás de esos ladrillos hay un bloque de hielo gigante. Porque hablar de hogares eficientes, con calefacción y acceso a la energía a un precio razonable por derecho sería aún más inocente. Al menos mientras sigamos votando igual. Lo que me duele es percibir el orgullo herido de mi madre, a quien me consta que, por el contrario, no le hace ninguna gracia dicha afirmación. Se siente humillada por no poder calentar a sus nietos en su propio hogar después de estar toda la puta vida trabajando. Y con razón.

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